viernes, 11 de septiembre de 2009

Los no amigos


No quiero preguntar cómo te fue, porque no me vas a contestar en el instante, y si no me contestas para qué caer en la retórica. Nunca fuimos grandes amigos, ni siquiera buenos amigos, ni por asomo, medianamente amigos, que se ajusten al concepto íntegro de la palabra –o al menos de la amistad-. Solamente llegamos hasta el terreno de cómplices observadores que un día dejaron de gastar saliva en palabras y empezaron a derivarla hacia lo carnal, que dejaron que sus fluidos se aparearan en unas escaleras oscuras de un edificio con forma de queso. En aquel momento nos gustaban los jugueteos, jugueteos vespertinos hasta que llegara algún impertinente que nos restregaba en los rostros, y en la saliva, las pocas cuerdas que nos abrasaban.

Fuimos un par de púberes con no más de dos años de diferencia que jugaban a ser los adultos jóvenes del American Life Style, pequeños renegados conservadores que podían resistir los besos y hasta el roce de los muslos y de las manos rodando por las ondulantes de nuestros egos, pero que jamás, ni por asomo, fuimos amigos, porque a mis amigos los cuento con la misma intención con la que pinto cuervos en mis paredes: con mucho cuidado.

Las excusas perfectas para ir a verte eran los entrenamientos y la bicicleta. Si hubiera dejado de llevar una bicicleta no habría tenido los cojones para decirte que cuando iba a tu casa era porque quería besarte, no me interesaba hablar contigo, no tenía la mínima intención de caerte bien, ni siquiera quería ver a tu hermano (sabía que él no estaba al atardecer) que era mi amigo –y hasta ahora lo es- tampoco de ser un macho, solo quería besarte. Pero, cómo decirte que lo único que solo quería era ese par de lunas rosadas que se dibujaban bajo tu pequeños hoyos.

El viento me está destruyendo las canas. He venido a Montparnasse a comprar un lugar. No quiero nada ostentoso como la tumba de Porfirio Díaz, porque él siempre vivió así: arriba, con sus galones machacadores, y sus bigotes blancuzcos, limpísimos, totalmente aburridos. Yo quiero una como la del gran Julio, una sencilla plancha blanca que me cubra del sol y de los vagos, y de los oportunistas –que lo seguirán siendo pero yo no los veré-.

Logré llegar a París. Ese fue mi gran sueño, pero tú nunca lo supiste, recién ahora. Me obligabas, porque era eso lo que hacías, obligarme a ver tus ojos, tu contorneada figurita a los… años, tu cabello que en ese momento no se había contaminado para tener “belleza”. Tú me ponías un arma en la sien y me obligabas a verte todos los días en el mismo lugar, durante el mismo tiempo, pero nunca supiste que me estabas obligando. Qué grandotes tus ojos.

Tú ni siquiera sabías si yo tenía sueños (por supuesto yo no sabía ni qué hacías antes y después de nuestra hora de encuentros furtivos), tenías un par de prejuicios revoloteando por tu cabecita bella, ideas que se asociaban con el grosor de mis piernas y de mis brazos, con mi actitud de camión en alguna competición ¿Te aburría? No me culpes, no sabía ni cuál era tu libro favorito, no sabía si te gustaba leer o qué te gustaba leer, no sabía si quiera si sabías leer. Suponía que sí, estudiábamos en el mismo lugar. Tenía 15 años y un conglomerado de dudas al costado.

Qué inverosímil decírtelo luego de… años, espero que no te dé un infarto y que aún sigas en Lima. Aunque de repente recibes esto en Haití.

Por los amigos que nunca fuimos. Por los amantes crepusculares de un par de besos. Estaré cerca de Julio, jamás de Porfirio.

1 comentario:

  1. muy buena ah ! .. gracias a ti por visitarme .. seguire visitando tu blog !

    ResponderEliminar