Ayer olvidé cómo escribir. A las dos de la madrugada me senté frente a la máquina, estiré los dedos, los meneé de un lado a otro, y hasta los chasqueé, apunté los ojos hacia la hoja y me quedé inmóvil. Prendí un cigarrillo y puse a los Charlies, puse a Sinatra, puse a Fitzgerald, puse a Jacques Brel, hasta a los Beastie Boys y nada. No salió nada.
Recordé un capítulo de la serie Padre de familia, uno en donde, precisamente el padre de la familia, olvida cómo sentarse. Sentarse: la acción de ubicar los glúteos de manera delicada o brusca en una silla, sillón, banca, roca, cama, etc. debido a cansancio, ocio, comodidad, tertulia, condena a muerte y otras razones. Sin embargo el acto casi poético de “tomar asiento” (no sé cómo lo toman) termina siendo autómata, programado y repetido durante lo que dura el día. Nos sentamos para estudiar, para descansar, en el auto, en el colectivo, nos sentamos porque nos dijeron que nos sentemos, nos sentamos porque nos dijeron que nos quedáramos parados. Nadie podría olvidar cómo sentarse –hasta donde yo podría razonar- ya que son actos robotizados ¿Y escribir? He aquí el aspecto inicuo y tozudo de la memoria y el ejercicio. Escribir: el acto de transportar las ideas a un papel (desde hace poco menos de medio siglo también se incluye el traspaso de ideas por medio de unas teclas a una pantalla).
No recordaba ni siquiera los procedimientos. Escribí una línea y la borré. Escribí una oración y, al igual que la línea, la exterminé. Escribí un párrafo y traté de seguir, pero no funcionó, trasladé ideas, ideas que tenían complicidad y ciertas formas ¿Por qué no funcionó si, ciertamente, se ajustan al concepto? A la mitad de los 21 años comprendí un poco más lo que es escribir, o al menos comprendí lo que no es. No es la simple acción de transportar con velocidad o lentitud las imágenes o ideas que deambulan como indigentes por los rincones del cerebro, no es solo adornar con colorines ni estilos algún conglomerado de párrafos, ni escribir un título del que se puede desprender un texto asesino o inmoral o cojudo o intelectual o, por último, comercial. El que escribe como un helado autómata no escribe, redacta. Utiliza las leyes y normativas que encontró en algún cuadernillo cochino y perturbador para ordenar el alfabeto de manera aleatoria.
El robot que vive en mí no tiene la facultad para hacer arte. Jamás encontrará la capacidad para estamparse contra un texto que le carcoma el alma y lo haga llorar. Cuando ese robot escriba no sentirá nada porque solo estará redactando. Quise escribir una historia que me golpeara, pero terminé llenándola de adornos inútiles y hasta dignos de autocensura. Qué molestia.
Poco a poco comprendo, cada día un poco más, lo que es escribir. Me voy convenciendo que tiene que ver con el alma. Esa que se instala entre las tripas y los intestinos, y baja hasta el sexo. Como decía Voltaire “Comparad el alma del gran Arquímedes con la de un imbécil ¿No tiene más relación el alma de un perro de caza con la de un niño de 10 años, aunque sus cuerpos sean tan distintos?” Tal vez tenía razón, tal vez no todas las almas son iguales. Cuando redacto uso el cerebro, cuando hago arte lo hago con el alma, con mi alma. Por eso nadie más puede hacer lo que yo, y por eso yo no pudo hacer lo que alguien más puede.